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Historias de elecciones | El aplastante triunfo de Urtubey sobre Romero en 2015 y la posterior reconciliación en un restaurante porteño

En este extracto del libro “El oficio del operador político en Salta”, Daniel Ávalos narra los comicios en el que los dos jefes políticos decidieron subir al ring. A esa batalla le siguió, meses después, un acuerdo de paz que no se rompió nunca más.

Celebrando en silencio la remontada de Miguel Isa y las desavenencias al interior del romerismo, el urtubeicismo concluyó el año 2014 sin declaraciones estridentes. Se mantuvo enfocado en neutralizar conflictos internos, monitorear la popularidad de Urtubey y aceitar la maquinaria comunicacional que supuso la primera incursión sistemática de Juan Pablo Rodríguez en las redacciones de los grandes medios de comunicación nacionales.

La estrategia suponía prescindir de los choques cotidianos e ignorar los sablazos dialécticos que le dirigían al gobierno y al propio Urtubey. Rodríguez admite que la situación le generaba ansiedad y que en más de una oportunidad preguntó al gobernador cuándo comenzaría la acción. Urtubey se limitaba a pedirle paciencia. En la cabeza del mandatario anidaba una confianza absoluta y una presunción que –según él– podía privarlo de un triunfo contundente sobre quien había sido su jefe y mentor político. Juampi lo relató del siguiente modo:

Yo le preguntaba cuándo íbamos a acelerar. Él me pedía que esperemos. Porque era cierto que, con todas las expectativas que generaban sus movimientos, Romero venía creciendo en las encuestas y nosotros estábamos quietos. La verdad era que Urtubey tenía la teoría de que Romero no quería jugar y él quería ganarle a Romero. Entonces me decía que había que dejarlos que se acerquen para que todo se diera como él deseaba. ´Cuando los vea por el espejo retrovisor, vamos a acelerar´, me dijo un día. Esas fueron las palabras que usó. Ese era el nivel de confianza que se tenía.

La acelerada comenzó el 9 de febrero del año 2015, dos meses antes de las elecciones primarias. Ese día, Juan Manuel Urtubey y Miguel Ángel Isa anunciaron en el salón principal del Hotel Provincial que compartirían la fórmula que buscaría la re-reelección del primero. La dupla contradecía la tradición de los frentes electorales de Salta al reunir a dos hombres del mismo partido y de la misma ciudad. En contrapartida, las dos estructuras de gobierno más importantes de la provincia protagonizaban una alianza sin fisuras y suponían un gesto del gobernador a los intendentes del interior que demandaban participación política. Miguel Isa era la garantía de que habría un intendente en el gobierno.

Dieciséis días después del anuncio, Urtubey explicitaría su reconocimiento y confianza al propio Juan Pablo Rodríguez: lo designó Ministro de Gobierno de la Provincia. Juampi llegaba también a la cima de su carrera tras proponerle a Urtubey dos nombres para ocupar el cargo. El gobernador los desechó y al volante del automóvil que conducía con Rodríguez de acompañante, le dijo que ya había pensado quién reemplazaría a Eduardo Sylvester, el funcionario que renunció al ministerio más político del gobierno para aventurarse a lo que sería un fallido intento de convertirse en diputado provincial. Días después, Urtubey telefoneó a su hombre de confianza y le preguntó si contaba con un traje porque asumiría como ministro. Al manejo de las comunicaciones le sumaría ahora la articulación de relaciones y la negociación con actores políticos de distintos niveles en procura de gobernabilidad. No exageran quienes dicen que, en los hechos, Rodríguez ya desplegaba esas tareas en nombre del gobernador; tampoco quienes aseguran que la formalización del cargo no le modificó demasiado la metodología de trabajo: ámbitos informales, reuniones y vínculos interpersonales, discreción en los arreglos políticos y acuerdos implícitos sobre la inviolabilidad de los mismos.

El 12 de abril de ese año, el triunfo fue contundente en las PASO para gobernador. Los números produjeron, en algunos referentes romeristas, algo parecido a lo que produce una excesiva ingesta etílica: pérdida del poco o mucho prestigio con el que contaban y despojo momentáneo, pero absoluto, de la razón. Algunos de los que estaban en el primer piso del Hotel Alejandro I –bunker romerista ese domingo– aseguraban que el primero en manifestar los síntomas de una especie de brote psicótico fue Guillermo Durand Cornejo, el precandidato a intendente que descontaba su triunfo sobre Gustavo Sáenz y la victoria del propio Romero sobre Urtubey. Mientras los presentes recibían los resultados y empezaban a sentir ganas de despedirse con la tristeza propia de quienes no volverán a verse, Durand Cornejo protagonizó junto a sus hijos un exabrupto iracundo. “¿Romero? ¿Dónde está Romero?”, indagaba a los gritos el hombre que sería el primero en esbozar la teoría del fraude.

A la furia la condimentó con una pizca de arenga al pedirles a los presentes salir a denunciar la supuesta trampa electoral. Como nadie se lanzó al combate, el hombre que ya no sería intendente de la ciudad decidió personalizar los pedidos obteniendo por toda respuesta sólo desvíos de miradas. El cerrado silencio no calmó los ánimos de quien retomó el escándalo con gritos acompañados de movimientos de brazos que giraban como molinetes, situación que se resolvió cuando algunos lo tomaron del cuerpo para llevárselo a la rastra. “Lo tuvieron que encerrar para que deje de hacer escándalo. Lo encerraron primero en prensa y después no sabemos a dónde puta lo mandaron. Lo soltaron para el final, pero hasta eso gritaba que todo había sido un fraude”, aseguraron allegados romeristas.

Juan Carlos Romero también recurrió a esa teoría cuando hizo uso de la palabra al final de la jornada. Ya lo había bosquejado el viernes anterior a las elecciones, cuando usó las redes sociales para sugerir esa posibilidad. Lejos de generar alarma entre la población, la gente interpretaba que el exgobernador comenzaba a abrir el paraguas ante lo que ya anunciaban las encuestas. En su discurso del día domingo, sólo le puso un titular a la impotencia: estábamos ante el mayor fraude electoral de la historia de Salta. La diferencia entre Urtubey y Romero en esas primarias fue de 14 puntos; irremontable de cara a las generales de mayo. Urtubey llegó al 48% contra el casi 34% del exgobernador. El primero perdió en Capital como se preveía, pero por un porcentaje escaso: Romero se impuso por cuatro puntos: 39,53% a 35,71%. Una diferencia de poco más de 10.000 votos (107.692 a 97.285) que estuvieron lejos de las expectativas romeristas, pues antes de las elecciones aseguraban que la diferencia en ese distrito llegaba a los dos dígitos.

El esperado triunfo en Capital debía estar acompañado por buenas elecciones en Orán y el Valle de Lerma. Nada de eso ocurrió. En Orán –lugar donde a Romero le había ido muy mal en 2013, pero a Olmedo muy bien–, el frente “Salta nos Une” sufrió una contundente derrota: 52,23% de votos “U” contra el 31,47% del exgobernador. Incluso en la ciudad de San Ramón, donde el sojero se había impuesto al apellido Urtubey en las legislativas nacionales de 2013, el triunfo de la fórmula Urtubey-Isa fue cómodo: 47% a 33%; mientras en la inexpugnable Pichanal “U” –el municipio oranense con el padrón más abultado después de San Ramón– la diferencia fue de 30 puntos.

En el Valle de Lerma la decepción no fue menor: en 2013 Olmedo y Romero habían ganado por separado en cuatro de los cincos departamentos –Alfredo en Cerrillos, Chicoana y Rosario de Lerma, y Juan Carlos en Guachipas–; en las PASO de abril de 2015 el oficialismo se impuso en los cinco departamentos del valle: Cerrillos, 41,58% sobre 40,65%; Chicoana, 59% sobre 29%; Guachipas, 51% a 41%; La Viña, 53% sobre 35%; y Rosario de Lerma, 44% por sobre el 40%. Quebradas esas posibilidades romeristas, sus triunfos en la capital provincial y en los pequeños distritos de Cachi, La Caldera y La Poma no le alcanzaban para disimular la paliza electoral que sufrieron.

Alfredo Olmedo tampoco aportó demasiado en los departamentos en donde, según decía, su familia regó progreso colectivo con sus megaemprendimientos sojeros. En Anta, el oficialismo cosechó el 67,30% de los votos contra el mezquino 23,48% de la fórmula opositora. En Rosario de la Frontera, mientras tanto, el oficialismo superó el 62% y el romerismo apenas llegó al 24%. En los departamentos restantes, las diferencias fueron enormes. En San Martín –el segundo departamento más importante de Salta– los resultados fueron demoledores: 64,38% sobre 21,50% en favor de Urtubey-Isa. Diferencia que en algún departamento se estiró aún más: en Rivadavia, el oficialismo llegó al 77% y el romerismo apenas al 14%.

Seguir detallando cifras resulta innecesario. Todos sabían ya que los resultados eran irremontables de cara a las generales de mayo y casi nadie descartaba que la diferencia se estiraría a favor de Urtubey. Fue lo que finalmente sucedió: el domingo 17 de mayo, el oficialismo retuvo la gobernación, alcanzando el 51% de los votos, 20 puntos por encima de lo cosechado por Romero-Olmedo, que llegaron al 31% de los sufragios. El urtubeicismo llegó a su cima. Desde entonces, todo sería declive

La paz de Oviedo

Aquel miércoles 9 de diciembre del año 2015, la alarma del despertador todavía no se había activado cuando un llamado telefónico lo despertó. Juan Pablo Rodríguez se incorporó semidormido, manoteó el teléfono móvil y observó que la persona que llamaba era el gobernador. No se habrá sobresaltado. Eran días vertiginosos. No sólo porque al día siguiente Urtubey asumiría su tercer mandato y él reasumiría como ministro; también porque la agenda del mandatario incluía para ese 9 de diciembre participar de la asunción del intendente electo Gustavo Sáenz. Se trataba de una figura con la que mantenían relaciones tensas, aunque el triunfo electoral de mayo y una candidatura a vicepresidente de la nación en octubre confirmaron a todos que el nuevo alcalde capitalino era un astro con luz propia en el mezquino firmamento político salteño.

Pero Rodríguez estaba equivocado. Escuchó que el mandatario profería algunas maldiciones a las que siguió una orden perentoria: el almuerzo programado en la residencia oficial de Finca las Costas quedaba suspendido. Somnoliento, Juampi alcanzó a preguntar por qué. Obtuvo como respuesta una indicación: consultar El Tribuno. Rodríguez obedeció. Cortó e ingresó al sitio web del diario. No hizo falta leer el informe, con el título de tapa alcanzaba. Se desperezó un poco y redactó cortos mensajes a los lugartenientes de Juan Carlos Romero informando la novedad matinal. Lo avanzado en seis meses tambaleaba con ese titular –“En 3 años y medio la provincia gastó $286 millones en publicidad”–, que abortó el almuerzo que él imaginó como el comienzo del fin de la guerra que su jefe político había protagonizado durante años con el otro jefe político de la provincia.

Urtubey había autorizado a iniciar conversaciones en junio de 2015, un mes después de su contundente triunfo electoral sobre Romero. La decisión era hija de tranquilas discusiones sobre lo conveniente que resultaba componer las relaciones políticas en la provincia para enfocarse en la siguiente empresa: nacionalizar su figura para disputar una candidatura presidencial en el futuro. Prolongar la beligerancia resultaba inconveniente. Se trataba de luchas que, aunque se ganaran, podían tener costos mayores a los beneficios. El gobernador no sólo buscaba presentarse como un abanderado del diálogo y el consenso; también sabía que los terceros mandatos eran peligrosos: el desgaste era inevitable y los controles políticos, administrativos y financieros que evitan las disgregaciones internas suelen aflojarse cuando un gobernador carece de posibilidades de reelección.

Romero, por otra parte, era un jefe que siempre había sido un jefe. Retenía Poder, sabía ejercerlo y siempre podía poner en aprietos a un adversario para mantener su condición de patriarca de una familia poderosa. La tapa del diario de aquel 9 de diciembre lo confirmaba. Aun en el improbable caso de que ésta lo hubiera sorprendido, no podía haber ocurrido lo mismo con su hermano Sergio, que dirigía el periódico. Era este último, junto a Fernando Palópoli –funcionario de Juan Carlos durante sus gobiernos y luego vocero del mismo–, quienes llevaban adelante las tratativas con Rodríguez en pos del acuerdo. Los tres eran garantía directa de la voluntad de los jefes, aun cuando los pistoletazos dialécticos continuaran. El 16 de enero de 2016 El Tribuno disparó otro: publicaron un informe en el que se denunciaba que, durante el primer semestre de 2015 –plena campaña electoral– el gobierno de Urtubey había gastado 15 millones de pesos en programas de televisión locales apelando a una modalidad reñida con el código de ética periodística: pautar con conductores y conductoras televisivos sin la intermediación de los canales. Romero dejaba en claro que no aceptaría un acuerdo deshonroso.

Ese acuerdo se encauzó durante un almuerzo del mes de febrero. No fue en Finca Las Costas, sino en un exclusivo restaurante de calle Berutti esquina Ecuador del barrio porteño de Palermo. Los salones de “Oviedo” incorporaban lo moderno sin salirse nunca de lo hispano. Según las crónicas gourmet de los diarios nacionales, su dueño siempre tomó como ejemplos los avances de los restoranes más descollantes de España. El local cobijaba 16 mil botellas de vino ubicadas en una bodega que, en el año 2014, recibió la máxima puntuación en “World´s Best Wine Lists” de la revista The World of Fine Wine. Vinos que acompañaban los mejores platos de la cocina española: carnes no tradicionales como cabrito, conejo en ensaladas de jamón crujiente o cordero patagónico en ragout; como así también los pescados y mariscos frescos bien sazonados en salsas de naranjas o brandy.

En la mesa se sentaron Juan Pablo Rodríguez y Sergio Romero, más los dos jefes: Juan Manuel Urtubey y Juan Carlos Romero. Nadie recordó las agresiones proferidas durante años. “De esas cosas no se hablan en reuniones de ese tipo”, me respondió Rodríguez una vez que le consulté al respecto. He allí otra de las características de los “Dones” y sus “villanos” de más confianza: pueden agredirse en público a partir de la disputa política, pero en lo central consideran un error que los involucrados se lo tomen como algo personal. Lo que en ámbitos familiares o entre amigos puede resultar una ofensa irreparable, en política tiene un peso menos concluyente. No habría que descartar, incluso, que en ese almuerzo los comensales se tutearan, se llamaran por su nombre de pila, por sus apodos y hasta se rieran juntos al evocar anécdotas sobre los combates protagonizados. Una cosa era cierta: todos creían que la guerra había sido tan larga que ya era hora de terminarla.

La paz sellada en ese restaurante ubicado a 1600 kilómetros de Salta se anunció el lunes 10 de marzo de 2016 y sorprendió a la enorme mayoría del arco político salteño. Juampi anunció esa mañana una ronda de encuentros entre el gobernador y legisladores nacionales para acordar una agenda de trabajo común en el parlamento; Romero inauguraría los encuentros y fue recibido por el gobernador en su despacho. La foto difundida al mediodía de ese 10 de marzo provocó encendidos comentarios en la carpa política y mediática salteña que, burlada una y otra vez, suele reaccionar como si fuera blanco del desaire por vez primera.

El final del conflicto había llegado en un contexto político preciso: la presidencia de Mauricio Macri, en la que Urtubey y Romero se montaban en nombre del diálogo y consenso. A ello se le sumaban beneficios prácticos para uno y otro. En una provincia en permanente encrucijada por el avance de la pobreza y la miseria, una paz de ese tipo aportaba mucho a la viabilidad política. No era poco –ya lo dijimos– para un gobernador en ejercicio que buscaba promocionarse en la nación como un político capaz de despojarse de odios y rencores con el “adversario” por el bien del país. “Con todos los legisladores queremos tirar todos para el mismo lado, las cosas en la Argentina no están para perder el tiempo”, declaró aquella vez.

Romero no ganaba menos: la foto anunció que la guerra judicial desatada en 2013 por el propio Urtubey se evaporaría, algo que efectivamente ocurrió. Lo habían preanunciado unas declaraciones de Rodolfo Urtubey –el senador nacional y hermano del gobernador– cuando aseguró en la misma semana que en la cámara alta nacional no había entrado ningún pedido de desafuero contra Romero, que la causa contra el exgobernador presentaba dificultades judiciales y que a él le recordaba mucho a una que tenía a Carlos Menem como protagonista: se podía continuar con el juicio, pero no era necesario el desafuero.

El extracto publicado prescindió de las notas al pie de página de la publicación original. Quien desee adquirir el libro puede pedirlo al 3874496462.

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