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El estatuto legal del “gorilaje” | Un día como hoy de 1956, una dictadura decretaba que ser peronista era delito

Rescatemos del olvido el día en que el dictador Pedro Eugenio Aramburu firmó el decreto 4161. El mismo prohibía la utilización de los “elementos de afirmación ideológica o de propaganda peronista”. (Daniel Avalos)

Hay fechas que ayudan a bucear en la larga historia de la grieta nacional. La de hoy es una de ellas: un 5 de marzo de 1956, el presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu firmaba el decreto 4161 por el que se prohibía la utilización de “elementos de afirmación ideológica o de propaganda peronista”. Ello incluía la utilización del nombre de presidente Perón (derrocado por el Golpe de Estado que tuvo a Aramburu como protagonista), aunque también se prohibía las expresiones “peronista”, “justicialismo”, “justicialista” o “tercera posición”; las fechas exaltadas por ese movimiento como el 17 de Octubre; y hasta temas musicales como “La Marcha Peronista” o “Evita capitana” que celebraban al movimiento en general y a una de sus líderes en particular.

Tres meses después de ese 5 de marzo, el mismo dictador decretó el fusilamiento de militares y civiles peronistas. A estos últimos se lo acusó sumariamente de estar complotados contra la dictadura. La dictadura dejaba en claro que ser peronista era un delito y el peronista asumiría que no renunciar a su identidad política devendría en hazaña. El “gorilaje”, en definitiva, se había legalizado. Tratemos aquí de desentrañar su sociología. Para ello sentenciemos lo siguiente: el “gorila” detesta a los líderes peronistas, pero -sobre todo- aborrece a las masas populares que adhiriendo al líder lo convierten en síntesis de una voluntad colectiva. Al primero lo consideran un manipulador que cruza todos los límites para instaurar una tiranía; a las masas una turba irracional proclive a enamorarse del aventurero o aventurera que mediante engaño enamora a la plebe idiotizada.

El “gorila”, en definitiva, realiza con los sectores populares el ejercicio que los colonialistas ejecutaban con los pueblos colonizados: animalizar al oprimido, privarlos de su condición racional, para sentirse con más derecho a someterlo, reprimirlo y hasta eliminarlo para sostener la falsedad que le interesa mantener: son ellos los sujetos facultados a disponer de la suerte del país por la supuesta condición de mejores. Ese sentimiento de superioridad devino en odio visceral al tirano y a la plebe cuando ésta, tratando de rescatar de la prisión el líder en octubre de 1945, ingresó por primera vez a la Plaza de Mayo no como barrendera de la misma, sino como ama y señora del espacio público. He allí la insolencia que el gorilaje jamás perdonó a un peronismo.

Un movimiento que además trastocó la matriz económica que la oligarquía montó en el siglo XIX. La resumamos: en tanto país colonial, el nuestro se incorporó al concierto internacional como proveedor de materia prima a la metrópoli por entonces inglesa: tasajo, cuero, lana, cereales y carne; a esa economía le correspondió una clase dominante conformada por los dueños de la tierra, los financistas y comerciantes que diseñaron un país que daba la espalda al territorio nacional porque miraba al mar, forjando un sistema político cuya misión era garantizar ese orden social y económico. Era esa la armonía agroexportadora que el peronismo trastocó diversificando una estructura productiva que costeó con parte de la renta agraria.

Política que algunos explican por los desacoples internacionales surgidos con la crisis de 1929 que obligó a sustituir importaciones a países como el nuestro, que otros impugnan por no haber sido revolucionaria en los términos que la izquierda marxista interpreta a la revolución, pero que definitivamente generó nuevos sectores y clases sociales que accediendo a nuevas ventajas se resisten a desaparecer. Para lograrlo, obvio, debieron luchar contra el anhelo oligárquico de retornar la condición de granero del mundo. El conflicto de intereses transformó hasta los hábitos para furia de los “bien comidos” que no podían aceptar que quienes habían nacido para sirvientes, ahora buscaran salirse de ese lugar con la insolencia propia de quienes han roto las invisibles cadenas del sometimiento.

El golpe de Estado de 1955, en definitiva, fue un Golpe revanchista. Uno que, apelando a las viejas virtudes de la venganza, buscaba restablecer lo que el vengativo vivenciaba como un orden perdido. Desde entonces, ese gorilaje tuvo en las Fuerzas Armadas al ángel exterminador de los insurrectos. Fuerzas armadas que con los años se dividieron en “colorados” y “azules”. No porque unos desearan un gobierno de facto y otros la democracia, sino porque los primeros veían en el peronismo un movimiento al que había que aniquilar, mientras los segundos preferían garantizar el exilio permanente del líder bregando por un peronismo sin Perón con algún tipo de participación residual en la política nacional. Lo que siguió se conoce: más dictaduras, hasta llegar a la peor de todas en 1976.

Dejemos ahora de bucear en la historia para observar el presente. Admitamos que el gorilaje ha cobrado impulso. Se fue gestando durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, aunque emergió violentamente con el gobierno de Mauricio Macri. Gorilismo enorme surgido al calor de una heterogénea constelación anti peronista, aunque es un partido netamente porteño como el PRO quien le otorga dirección ideológica y política al conjunto. Situación que ha provocado que en los sectores supuestamente no “gorilas” de esa coalición – radicales, “peronistas republicanos” y hasta socialistas – ejerciten una práctica que ellos atribuían exclusivamente al peronismo: comerse sapos como Patricia Bullrich o Fernando Iglesias y asegurar que la comida les resulto sabrosa.

“Gorilaje” con las particularidades propias que el paso del tiempo impone, aunque las mismas no disimulan las continuidades de fondo en términos de proyecto económico. Lo primero se relaciona con el anhelo de convertir al país en un supermercado del mundo y que en lo central requiere más commodities derivados de la explotación de recursos naturales, algunas manufacturas de origen agropecuario, minerales y energía entregadas a capitales extranjeras. Modelo cuyo rasgo central es el de generar escasa mano de obra y un desfinanciamiento de Estado que es producto de la eliminación de las retenciones en beneficio de los sectores concentrados.

Semejante modelo, obliga al gorilaje siglo XXI a explicitar con brutalidad lo siguiente: los pobres no pueden pretender comprar, exhibir y desear lo que las clases acomodadas compran, exhiben y desean por derecho casi natural. Que el populacho no quiera aceptar tal condición, exacerba más al gorila que no entiende lo elemental: los hombres y mujeres abandonados por los pudientes, despojados de su humanidad, sumidos en un desempleo que los relega a un presente de hambre y que les roba el futuro a sus hijos; terminan encontrando en el denostado populismo la posibilidad de acceder a algo: un subsidio que los ayude a pelear contra la miseria, un plato de comida para sus hijos en la escuela, la posibilidad de encontrar una changa o un empleo que le permita soñar con el ascenso social para su prole en alguna universidad pública para desconcierto de las “bellas conciencias republicanas” como María Eugenia Vidal que gobernando la provincia de Buenos Aires, se preguntaba para qué carajos fundar casas de altos estudios en medio del pobrerío.

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