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Día del Respeto por la Diversidad | Cuando la espada y la cruz también sometieron a los originarios de la actual Salta

Hasta el 2010 la fecha se denominaba “Día de la Raza” y celebraba la llegada de los españoles al continente. Retazos de un proceso que desangró y desarraigó a los nativos de estas regiones. (Daniel Avalos)

Las escenas de espanto podrían empujarse unas a otras hasta el infinito. No tenemos entonces más remedio que elegir algunas que sinteticen los muchos pliegos de un sometimiento que tuvo como víctimas a los pueblos originarios del continente e incluyó a quienes vivían en los territorios que hoy conforman la provincia de Salta. La espada empuñada por mercenarios abrió el camino de una conquista que los sacerdotes bendijeron lavando la conciencia de quienes eran dueños del desmedido deseo por el feudo medieval propio.

Quienes llegaron a tierras como la nuestra repararon pronto en un problema: la región no albergaba el oro ni la plata que enriquecía de la noche a la mañana a los conquistadores de otros pueblos americanos. La “civilización” resolvió entonces que a falta de metales concentrarían riquezas con fuerza de trabajo apelando a la “encomienda”: una institución hispana por medio de la cual las elites se repartió indígenas. El marco que legalizaba la infamia fueron las “capitulaciones”. Un contrato escrito que certificaba que el mercenario corría con los gastos de la “empresa” conquistadora mientras el rey lo autorizaba a recuperar su inversión con los frutos de la conquista. En lugares como la actual Salta –insistamos – la amortización se llevó adelante con nativos que debieron prestar servicios personales a un conquistador que en nombre de Dios prometía evangelizar al indio pagando una especie de salario a un sacerdote.

Allí entra en juego otra pieza clave de la conquista y colonización: el clero católico que tuvo en los misioneros la fuerza de choque religioso. Como en otros puntos del continente llegaron primero los franciscanos – segunda mitad del siglo XVI – quienes aún sentían que indígenas y españoles no precisaban de golpes mágicos para seguir la fe católica. A fines de ese siglo y durante gran parte del siglo XVII el optimismo original se fue desvaneciendo. Estudiosos como Serge Gruzinski lo atribuyó a una iglesia desgarrada por el cisma protestante en Europa, a una doctrina católica acechada por la amenaza del naciente racionalismo o a un clero impotente al descubrir que los indígenas continuaban practicando sus creencias prehispánicas tras ropaje cristiano.

Comenzaba la etapa de curas que maldijeron la “soberbia” pecadora del originario. El periodo coincide con la importancia creciente de los jesuitas y una religiosidad barroca, de fe desbordante y plagada de prejuicios que convierten al “idolatra” en un ser bestial. Esa atmosfera intelectual también se impone en la antigua Gobernación del Tucumán y en misioneros que comenzaron a exigir devociones y penitencias colectivas. Para confirmarlo conviene recurrir a las Cartas Anuas que los jesuitas remitían a Roma con un balance general de la evangelización; detalles de los hechos ocurridos en los actuales territorios de Paraguay y el NOA que ellos consideraban salientes, y finalmente una sección necrológica sobre los miembros fallecidos.

En la escrita durante 1618 por el Provincial Pedro Oñate a partir de los informes de religiosos que misionaban en Córdoba, el mandamás jesuita celebra que tras el sermón de la misa quedaran dentro de la capilla “los indios, los cuales diciendo uno de nosotros el miserere, se disciplinan todos, mocos, viejos y niños con gran fervor, sollocos y suspiros. Salidos los indios entran las indias y de afuera se les dize el miserere disciplinándose con no menos vrio y sentimientos que los hombres”. La práctica estuvo lejos de representar una excepcionalidad. Se trataba de un diseño perfectamente monitoreado para internalizar en los originarios la culpa y el temor a un Dios presentado como vengativo y cruel.

Por ello mismo los misioneros celebrados en esos informes eran quienes evidenciaban una euforia bélica contra las creencias nativas y se entregaban a erradicarla. El caso del misionero Juan Darío puede sintetizar la vocación extirpadora de entonces. Detalles de su accionar quedaron registrados en la Carta Anua de 1635 que relataba lo actuado entre 1632 y 1634. “Comenso luego a desvariar con la fuerca de la calentura y entonces se mostraba sin libertad por la boca lo que mas estava en su alma. Todo era recar salmos, echar absoluciones y reprender los vicios comunes de los indios”, escribió el provincial Diego de Boroa refiriéndose a los minutos finales de Juan Darío. Boroa lo había conocido. Juntos misionaron los valles calchaquíes predicando el catolicismo entre diaguitas reacios a convertirse. La experiencia quedó registrada en otra Carta Anua – la de 1612 – que informaba que Juan Darío y Diego Boroa tumbaban lugares sagrados indígenas para emplazar cruces que garantizaran la adoración al Dios cristiano “hasta entonces ofendido”.

“Dire del fervor y cognato con que predicava a los indios y les proponía la palabra divina, no perdiendo ocasión en que assi a ellos como a todos los demas fieles no les pusiese por delante sus obligaciones y exhortase al temor del Señor (…) cualquiera pecado parece le sacaba de si y a vezes cuando no podia mas y lo podia hazer sin ofender la justicia dava con un santo coraje contra las casas o ranchos donde se avia cometido una borrachera, que es el pecado mas ordinario y lomne de estos indios y les pegaba fuego como abracando en venganca al demonio con ella”, celebra Boroa a Juan Darío reivindicando así la condición de extirpador tenaz, la de un fanático que hizo de las creencias y costumbres de los naturales blancos de su odio mientras la “verdad” y las reglas proclamadas por la Iglesia eran objeto de su entrega. La necrología pretende a fin de cuentas aportar un modelo a imitar: hasta el último suspiro y en medio de delirios (desvaríos) provocados por la fiebre mortal (calentura) se debe luchar contra los que ofenden al mensaje Divino del que ellos, los jesuitas, se sienten mensajeros de primer orden.

A ese mandato se subordina incluso la relación de los religiosos con los naturales. Los colegas de Juan Darío aseguraban que la intolerancia radical de éste para con las prácticas indígenas reñidas con la fe católica no impedía que tuviera un amor desmedido por los naturales. Fue una verdad a medias. Centralmente porque el compromiso del jesuita no es con el “otro” sino con el mensaje. Es esa la coordenada que determina la valoración que se tenga del “indio”: el natural amado es el que se ha “convertido” al catolicismo, quien se mantiene pagano es presentado como como un ser bestializado. Diego de Boroa con su informe demanda a los jesuitas sumisión absoluta a ese mensaje y las normas que impone. La vida de Juan Darío es ejemplar porque acepto tal sumisión y una vez internalizada en su cuerpo busca reproducirla en los “otros”. Se trata de un relato fascinante. No por lo que posee de real, sino por evidenciar aquello que los jesuitas pensaban y esperaban de sí mismos.

Admitamos que ciertos enfoques teóricos terminarían disculpando a Juan Darío y sus arbitrariedades. Dirían que la realidad asfixiante que saturó su existencia explican a un sujeto que incapaz de escapar a ella termina reproduciéndola. Cuando uno se topa con esos argumentos no puede más que reivindicar el rol liberador del pecado, ese acto transgresor contra todo lo que se presenta como divino o natural: Dios, la Ciencia, el mercado, los libros canonizados.

Si lo último garantiza certezas que hacen predecible la existencia, el pecado por el contrario lanza al irreverente a procesos sin finales escritos en donde los protagonistas son los hombres y mujeres que escriben su historia. Pecado y desobediencia contra lo instituido como un ejercicio liberador del que nunca participan los Juan Daríos que en nombre de Dios y de la civilización le arrebataron humanidad a los pueblos que sojuzgaron como mecanismo que les permitiera sobrellevar el acto bárbaro de aniquilar y someter. Acá en América a partir de 1942. Allá en África cuando fueron a la caza de esclavos. Ahora mismo cuando buscan arrebatarle a los actuales originarios las tierras que posibilitan la opulencia de algunos en cuyo triunfo está inscripta la derrota y la miseria de los de siempre.

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