viernes 19 de abril de 2024
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Contra la censura | La jueza María Edith Rodríguez, la figura del censor y el género del silencio

En enero dictaminó el cese de “publicaciones injuriantes” contra Gustavo Sáenz. Ahora pidió abstenerse de informar sobre el caso “Teruel” en nombre del “honor de las personas”. Viola la Constitución y atrasa en el tiempo. (Daniel Avalos)

No fueron una, sino dos veces. La primera, en favor del Intendente capitalino y en contra de portales digitales – Aerom y Ver Noticias – a los que ordenó el cese inmediato de toda difusión de carácter “injuriante, irrespetuoso, agraviante y destinada exclusivamente al ataque de la honra, dignidad y honor” del Intendente. Una digresión se impone. Servirá para señalar que, independientemente de la valoración que podamos haber tenido del tipo de periodismo practicado por esos portales, el criterio del “honor” es tremendamente subjetivo y bajo ningún punto puede atentar contra la libertad de expresión que, tal como lo razonó Juan Bautista Alberdi para luego hacerlo suyo la American Press Association, es algo que el pueblo retiene para sí para conocer el accionar de los poderes del Estado, resultando una contradicción que esos poderes pretendan reglamentar “qué es lo que el pueblo debe leer, ver u oír”.

Aquella vez, la jueza en cuestión cedió ante el pedido de gobernantes que gozan legítimamente del derecho de impugnar y querellar a quienes supuestamente publican injurias contra ellos; aunque esos gobernantes recibieron el auxilio de una jueza que con su resolución degeneró la labor periodística al género de silencio: no hablar abiertamente de un Poder del Estado que, como todo Poder, es vampirezco, hace sus tejes y manejes en la oscuridad y pretende que en la oscuridad queden. Justo eso que el periodismo busca combatir, al imponerse como misión echar luz sobre los procesos que el Poder prefiere realizar en las sombras. He allí la ambición del periodismo: iluminar, aunque más no sea ciertos fragmentos de ese proceso con la ilusión de que algún día la claridad envuelva todo el escenario. Es cierto que lo vampirezco puede alcanzar también al periodismo, pero esa degeneración del oficio no puede ser argumento para ir en contra de la libertad de prensa plasmada en el artículo 14 de la Constitución nacional: “publicar sus ideas por la prensa sin censura previa”.

Ahora, María Edith Rodríguez ha reincidido en la conducta. Con su dictamen sobre el caso Lautaro Teruel, dice que la prensa local y nacional debe abstenerse de publicar información sobre el caso del hijo de uno de los fundadores del grupo Los Nocheros, imputado por un tremendo delito sexual. La prensa debe cuidarse incluso de no vincular el proceso con el conjunto que, indudablemente, forma parte del panteón de los grupos folclóricos estelares de este país. La conducta de Rodríguez respondió a las acciones interpuestas por los abogados de ese grupo y por los defensores del imputado. Lo primero es estrictamente comercial; lo segundo, algo seguramente relacionado con los familiares directos del abusador. Dejemos de lado el aspecto comercial para concentrémonos en el segundo. Digamos que es comprensible. Que un padre o una madre sientan que la prensa tiene “mala leche” se entiende; también que esos mismos padres opten por la censura previa como mecanismo que les ahorre la tortura de leer a diario los hechos aberrantes protagonizados por el hijo. Lo incomprensible es que la jueza a la que llegó el pedido haga lugar al mismo para exigir que la prensa se abstenga de relatar la forma en que se desarrollan los hechos.

Por ello mismo es recomendable enfocarnos en esa jueza y no en los padres. Lo más fácil sería decir que María Edith Rodríguez es de aquellas magistradas que, conociendo leyes, son capaces de desmenuzarlas hasta el infinito con el objeto de prohibir lo que la Constitución expresamente garantiza. Pero puede que ello sea una visión benévola de la cuestión, porque la jueza parece ir mucho más allá con su conducta reincidente. No se trata de alguien que utiliza los vericuetos de la jurisprudencia para evitar que se hable de una determinada manera. María Edith Rodríguez se asemeja más a la vieja figura del censor: la persona convencida de que todo debe ser sometido al escrutinio de quienes, en nombre de elevados valores, dispone de qué se puede hablar y de qué no. Personas que no conformes con ello, esperan que quien es censurado acepte que el criterio del censor es el correcto en nombre de lo que Rodríguez interpretó como el resguardo del honor, que siempre – pero siempre – corre al auxilio de particulares intereses políticos o sociales.

He allí el personaje del censor. Personaje que durante la etapa colonial cuidaba que nadie ofendiera a dios, que en los estados modernos no se atacara al dictador y que en el siglo XXI resguarda los intereses políticos de un grupo, pero también de determinados agentes económicos. Es cierto que hay diferencias de estilo entre los censores de ayer y de hoy. Después de todo, cuando imaginamos a los censores de la etapa colonial, la imagen mental que nos invade es la de un monje calvo, de barba rala, desdentado y con los ojos desorbitados de furia ante las ofensas a dios que lo deslizaban a advertir que a la blasfemia le corresponderá un apocalipsis destructor; mientras censores como la jueza Rodríguez se muestran como esos adolescentes dispuestos a conseguir una selfie que subida a las redes sociales les proporcione una emoción intensa.

Diferencias de estilo que no atentan contra la característica fundamental de los censores: aspirar a que el objetivo de máxima de su accionar sea que la propia censura se vaya desvaneciendo a medida que los periodistas naturalicen los deseos del censor; mientras el objetivo de mínima es que las zancadillas a la claridad del lenguaje provoquen un tipo de escritura que, en el caso “Lautaro Teruel” – eliminar registros informáticos de imágenes, videos datos comentarios, links, historiales, sitios, vínculos, o motores de búsquedas vinculados a la causa -,  genere un tipo de redacción que tratando de eludir la censura misma termina deviniendo en escritura y verbalización oscura y criptica.

Que Rodríguez haya actuado de ese modo en dos oportunidades en lo que va del año debería preocuparnos. Nos advierten que hombres o mujeres de mentalidad fiscalizadora se sienten facultados a censurar aquello que, para ellos, es deplorable, aun cuando violenten la libertad de expresión que hace un siglo buscaba resguardar a la prensa del Poder de los Estados, aunque ahora también debiera hacerlo de las grandes o pequeñas corporaciones que aspiran a regular aquello que se dice y aquello que no se dice de las cosas. Traducido: el Estado es un actor capaz de obstaculizar el trabajo del periodista, pero los agentes privados también tienen el Poder para lograr que los jueces dispongan qué es lo que el pueblo debe ver, leer u oír.

¿Cómo resistir a ello cuando la racionalidad jurídica es violentada de manera casi estrafalaria? Parece conveniente desenfundar algunos pasajes de una voluminosa novela de Paco Ignacio Taibo II. La misma se titula “A cuatro manos” y relata la historia de dos periodistas que, al final del relato, se encuentran agobiados por el encierro y se preguntan cómo escapar de él: “Ya sé cómo vamos a salir de aquí”, exclamó al fin uno de ellos; “¿Cómo?”, quiso saber el otro: “Con terquedad”, precisó el primero… “y sus dientes brillaban en la oscuridad en una diabólica, solidaria y fraternal sonrisa…”

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