sábado 20 de abril de 2024
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Cocaína adulterada y finca marihuanera en Salta | ¿Es tan descabellado legalizar el consumo?

El fantasma de la cartelización y la cultura narco recorre la provincia y el país. Querer combatirla como se vino haciendo hasta ahora, sin éxito alguno, no parece razonable. (Daniel Avalos)

Las noticias sobre distintos pliegues del fenómeno del narcotráfico se empujan unas a otras. Las últimas incluyen una adulteración de cocaína que se cobró más de 30 vidas en Buenos Aires y Santa Fe, mientras Salta dio la nota con el allanamiento de una finca en donde crecían más de diez mil plantas de marihuana en La Caldera. A ellos debemos sumar cientos de reportes que dan cuenta de agentes del Estado involucrados en la actividad, más una escalada de violencia entre bandas, que emulando a narcos colombianos o mexicanos buscan darle un carácter “pedagógico” a la muerte cruel cuando disputan territorios. Aspectos exaltados hoy por la novela, el cine y las series narcos que recrean “epopeyas” criminales de grandes narcos o dealers poco sofisticados que nunca serán millonarios, pero también concluyen que matar o morir es parte del negocio.

Si las escenas violentas son noticias corrientes en ciudades como Rosario o Buenos Aires, Salta compite en cuanto a casos de policías, gendarmes, políticos o jueces involucrados en los últimos años en el gran contrabando o en el simple menudeo. Muchas veces son seres anónimos que quedan atrapados entre los planes de una conducción invisible de una red narco y el accionar represivo de sus compañeros de armas. Pero la provincia no desconoce casos de cuadros policiales importantes que contaban con enormes recursos del Estado para producir y centralizar información que debían emplearse para combatir la actividad en la que terminaron involucrados. Tenemos en la provincia, incluso, políticos que estuvieron imputados por casos de ese tipo y hasta un exjuez federal condenado –Raúl Reynoso– que durante años se presentó como paradigma del combate contra narcos a los que finalmente favorecía con sus fallos a cambio de jugosos retornos.

Todo se enmarcan en una trama siniestra que le otorga sentido: las fuerzas del Estado encargadas de combatir el tráfico de drogas no son inmunes al largo brazo reclutador y corruptor del narcotráfico. Cuando ello ocurre los argumentos oficiales se repiten: son descarriados individuales que abofetean la armonía del sistema que se supuestamente se recompone cuando el desquiciado es apresado o condenado por sus pares. Se trata de un optimismo conveniente por abortar la inquietante pregunta de si el desquicio es individual o generalizado. Nadie en sus cabales desecha la última hipótesis. Después de todo, no hace falta perspicacia para saber que la actividad destina dinero para reclutar o corromper a parte de la burocracia estatal encargada de combatirlo y que cuenta con una infraestructura que a veces no tiene nada que envidiarle al propio Estado.

El problema asusta con razón. Más aún cuando especialistas advierten que las ciudades narco mejicanas son el futuro de muchas ciudades latinoamericanas en las que se incluye la nuestra. Lo último parece exagerado si reparamos en lo siguiente: México es la puerta de entrada a EE.UU., el país que consume el 80% de la droga que se produce en Latinoamérica y que es gran proveedor ilegal de armas de guerra a quien pueda pagarla. No es el caso de Argentina claramente. No obstante, la realidad nacional emite alertas dramáticas a las que no escapa Salta por su ubicación geográfica, el incremento del consumo y los actores involucrados.

Por eso resurgen las voces que piden legalizar el consumo como estrategia para combatir al narcotráfico. La misma se tradujo incluso en un proyecto de ley que fue rubricado por la legisladora nacional salteña Verónica Caliva. Subyace en ese proyecto y en otras opiniones una presunción que se verbaliza menos pero sobrevuela mucho: la lucha contra el narcotráfico está perdida en términos convencionales.

No se trata de una conclusión descabellada y el crecimiento de la actividad supone prueba suficiente. Salta no es la excepción por varias razones. Somos una provincia pobre; limitamos con un país como Bolivia, que es gran productor de cocaína; también con Paraguay que desde hace unos años incrementa su producción de marihuana; a pesar de los avances tecnológicos, residimos en países con déficits estructurales para controlar sus fronteras kilométricas; a ello debemos sumársele un elemento que los expertos advierten: las restricciones a la circulación entre países que impuso la pandemia hizo que a la condición de “país de tránsito consolidado” se le sumara la de productor para satisfacer el incremento de la demanda que se experimentó durante la misma pandemia. Imposible no relacionar esa transformación del escenario con la finca de diez mil plantines de marihuana de La Caldera, aunque será la Justicia quien deba corroborarlo.

“Guerra contra las drogas” que arrastra además una incongruencia conceptual por partir de un modelo que entiende la lucha como el enfrentamiento entre los supuestamente buenos (el Estado) contra los decididamente malos (los narcos). La realidad -como ya sugerimos- indica que un dios maligno fundió en el ejército de estos últimos a figuras provenientes de uno y otro bando y que la red incluye a financistas, contadores, prestanombres, negocios, constructoras y otros agentes económicos que no provienen de los barrios marginales. Red enorme que cuenta con un mercado que crece e incluye a miles de adictos que por su enfermedad son capaces de recurrir a cualquier medio para acceder al producto. Semejantes combinaciones ameritan recordar que hasta los teóricos de las guerras modernas – en la que se inscribe la tradicional lucha contra el narcotráfico – aconsejaban reprimir la euforia bélica cuando las posibilidades de éxito eran nulas o cuando suponían un costo enormemente mayor a los beneficios que se pudieran obtener. México es el mejor ejemplo del fracaso de esa concepción: la ayuda estadounidense y el ejército mexicano ocupando las ciudades calientes tuvieron consecuencias dantescas que no provocaron un solo paso atrás del narcotráfico.

De allí que lo señalado hasta hoy como propio de progres trasnochados deba debatirse con seriedad a la hora de pensar estrategias. Admitir incluso la posibilidad de que la legalización del consumo combinado con el trabajo para mermar la demanda de estupefacientes tengas mayores chances de éxito en la lucha contra el narcotráfico. Es necio abortar ese debate por manías morales, creer que legalización es igual a drogas libres o pretender pasar de la prohibición al libre acceso sin escalas cuando hay países que transitan experiencias gradualistas auspiciantes al respecto como Uruguay y Portugal. Se trata más bien de la necesidad de modificar paradigmas que alguna vez resultaron auspiciantes y ahora decididamente nos deslizan a un fracaso caro en términos humanos y materiales. Animarse a ello sin caer en arrebatos, podría suponer incluso la condición de posibilidad para pensar cómo recuperar a quienes son víctimas de las adicciones, prevenir el uso indebido de los estupefacientes y abordar la precarización de las relaciones sociales en la que se desenvuelve gran parte de nuestra sociedad.

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