Los tres formaron parte del ala más extrema de la Primera Junta de gobierno. Juan José era el orador, Mariano Moreno el estratega y Manuel Belgrano el intelectual devenido en guerrero. (Daniel Avalos)
El 25 de mayo de 1810 representó un quiebre histórico, de esos que ocurriendo, convencen a los protagonistas del mismo, que nada volvería a ser como era y en donde el resultado final dependería de las cambiantes relaciones de fuerza que pujan en un determinado contexto social, político y militar.
Es mucho lo que se puede decir al respecto, aunque el espacio nos obligue a rescatar episodios y protagonistas que ayuden a pincelar la complejidad del periodo. Un buen comienzo para el objeto de estas líneas lo constituye lo ocurrido el 20 de mayo de 1810 cuando la efervescencia deslizó a uno de los “revoltosos” exigiera al Virrey de entonces a convocar a un cabildo abierto. El mismo finalmente se concretó el día 22 de mayo y culminó con los hechos del 25 que todos conocemos y hoy conmemoramos.
El revolucionario en cuestión era Juan José Castelli. Era el orador de la revolución, la persona que emitía fogosos discursos que buscaban llegar a la razón y al corazón. De allí que la historia y la literatura aseguren que, en aquellas jornadas tensas y todavía inciertas, todos los protagonistas de la gesta esperaban que en algún momento el discurso de Castelli les ordenara las ideas y los incitaran a la acción.
Castelli, en definitiva, era el hombre de las palabras filosas, aunque también era un revolucionario de acción. Lo confirma un suceso que inaugura el aspecto sangriento de la revolución. Para ello recordemos que tras el 25 de mayo de 1810 hubo quienes se opusieron al proceso revolucionario por lealtad a España. Uno de ellos fue Santiago Liniers, el militar devenido en héroe popular por su rol destacado contra las invasiones inglesas de 1806. Liniers se opuso al movimiento desde Córdoba, donde organizó la resistencia.
El 28 de julio de aquel año la Junta Revolucionaria – con Manuel Belgrano, Mariano Moreno y el propio Castelli a la cabeza – resolvió sofocar la rebelión y condenar a muerte a Liniers. Las fuerzas que partieron en búsqueda de éste último estaba encabezada por un comandante de apellido Ortíz de Ocampo quien apresó a Liniers pero no lo ejecutó. Algunos dicen que por su admiración al héroe; otros porque temía que el fusilamiento de un líder popular dañase políticamente a la revolución.
Cuando la Junta se entera de lo ocurrido envía a Castelli a ejecutar la orden original. El orador de la revolución partió el 20 de agosto al mando de 50 húsares y no tardaron en dar con Liniers y comunicarle su destino. El 26 de agosto, Castelli finalmente conformó una fila de 6 soldados que fusilaron al héroe de las invasiones inglesas. El tiro de gracia lo dio Domingo French, el hombre a quien la revista Billiken mostró durante décadas como un cándido repartidor de escarapelas en la jornada del 25 de mayo de 1810.
Castelli murió dos años después víctima de un cáncer fulminante. Pero antes de ello comandó las tropas revolucionarias del norte que llegaron hasta la actual Bolivia donde el “orador de la revolución” decretó, entre otras cosas, la anulación del tributo indígena, el fin de las prestaciones personales de trabajo, equiparó a indios con criollos y tradujo al quechua y al aymara los principales decretos de la Junta Revolucionaria.
En el primer aniversario de la revolución de mayo convocó a los indígenas a las ruinas de Tiahuanaco. Allí rindió homenaje a los incas e invitó a los presentes a hacer justicia expulsando a los españoles. Allí también pronunció uno de sus últimos discursos que según los documentos históricos fue pausado para dar tiempo a que sus palabras fueran traducidas al idioma de los indígenas.
En una parte del mismo dijo lo siguiente: “No reconozco en el Virrey ni en sus secuaces representación alguna para negociar la suerte de unos pueblos cuyo destino depende de su libre consentimiento. Por esto me creo obligado a conjurar a esas provincias para que en uso de sus naturales derechos expongan su voluntad y decidan libremente el partido que toman en este asunto que tanto interesa a todo americano”.
Mariano Moreno
Cuando Castelli partió de Buenos Aires a Córdoba para apresar y ejecutar a Santiago Liniers, fue despedido por un abogado del siguiente modo: “Vaya pues usted doctor, que como los revolucionarios franceses han dicho alguna vez, cuando lo exige la salvación de la Patria, debe sacrificarse sin reparo hasta el ser más querido”.
Ese abogado se llamaba Mariano Moreno y todos coinciden en resaltar que era el más intransigente del proceso surgido en mayo de 1810. Moreno era también el abogado más prestigioso de Buenos Aires y según sus camaradas era el más capacitado para orientar un poco a la desorientada Junta en esos primeros meses de la revolución.
Por esa razón y a pedido de hombres como Manuel Belgrano, el letrado se entregó a la elaboración de ese documento crucial de la historia nacional. Uno que fue tan secreto que su hallazgo se produjo por azar medio siglo después en el Archivo General de Indias de Sevilla, abofeteando a los liberales argentinos de entonces que se habían esforzado por presentar al prócer como a un abogado librecambista y a un republicano pulcro. El escrito se titula “Plan de Operaciones” y buscaba unificar las acciones revolucionarias con el objeto de que aquellos que no apoyaban el proceso “entraran en razón”.
El entrecomillado es mío e interesado. Busca resaltar un aspecto cruento de toda revolución: “obligar” a los contrarrevolucionarios a aceptar lo que está en marcha, lo que siempre supone – lisa y llanamente – que el bando de lo nuevo imponga su voluntad sobre lo viejo que no quiere morir. Es la parte política de ese escrito avasallante y desmesurado que invita a los revolucionarios a no vacilar en nada para consolidar la obra iniciada el 25 de mayo: “jamás en ningún tiempo de revolución, se vio adoptada por los gobernantes la moderación y la tolerancia (…) Los cimientos de una nueva república nunca se han cimentado sino con el rigor y el castigo, mezclado con la sangre derramada de todos aquellos miembros que pudieran impedir su progreso”
Semejante sentencia ha deslizado a intelectuales como José Pablo Feinmann a decepcionarse con esa figura a la que termina asociando a la práctica del terror y no de la política; aun cuando el propio Feinmann sabía el contexto en el que se elaboró y presentó el Plan: agosto de 1810, luego de ocurrida la primera resistencia armada contra la revolución protagonizada por Santiago de Liniers y de la que ya hablamos para pincelar a Juan José Castelli.
Pero volvamos al documento y al propio Mariano Moreno quien tenía un problema grande cuando diseñó su “Plan”: librar una guerra de independencia y forjar un Estado que reemplazara al español, ambas cosas imprescindibles “para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia”, tal como indica el título completo del documento histórico.
Impulsado por tan desmesurada ambición, Moreno redactó también una sección que se detenía en la economía nacional. Plasmó entonces un razonamiento que se volvió bandera de sectores que en distintas coyunturas y circunstancias del país, reivindican lo que Moreno sugería hace 218 años: que para lograr la autonomía y la independencia no quedaba otra que convertir al Estado en motor del desarrollo y que ello se lograba subordinando la economía al mismo, lo cual no es más que subordinar los agentes económicos a los agentes de la política.
Por supuesto que representando lo que representaba -el ala intransigente de la revolución- y protagonizando la tumultuosa etapa que vivió, Moreno se atrevió a hablar de confiscaciones porque “las fortunas agigantadas en pocos individuos, a proporción de lo grande de un Estado, no sólo son perniciosas, sino que sirven de ruinas a la sociedad civil”. Razonamiento general que explica por qué en el Artículo 6 del “Plan” sugiera nacionalizar las minas, control estatal de los créditos y las divisas, trabas a las importaciones suntuarias y otras propuestas que están lejos de haber sido sepultadas por el paso del tiempo. Esas propuestas que fueron respaldadas por la acción, explican también por qué el autor del escrito terminó sus días envenenado en altamar mientras se dirigía a Inglaterra por orden de los poderosos que habían logrado excluirlo de la Junta.
Manuel Belgrano
Había nacido el 3 de junio de 1770 y formaba parte del ala extrema de la Revolución. Las crónicas lo describen rubio como su primo Juan José Castelli, aunque a diferencia del “orador”, se dice de él que era un hombre pudoroso, aunque fácil de exaltarse. También fue clave para tramar conspiraciones que posibilitaran el avance del proceso emancipador, aunque su naturaleza era más bien la del intelectual al que las circunstancias convirtieron en un guerrero que protagonizó, por ejemplo, la batalla de Salta en donde practicó una piedad que lo enalteció.
Recordemos para ello que en febrero de 1813 nuestra ciudad fue escenario de un triunfo que Bartolomé Mitre calificó como “el mayor logro militar” de las armas nacionales en toda su historia. Por ello los trofeos de esa batalla fueron recibidos en Buenos Aires en marzo de ese año en medio de una euforia popular que impulsó a la Asamblea del año XIII a recompensar al héroe con un sable con guarnición de oro y 40000 pesos que Belgrano destinó para la construcción de cuatro escuelas que nunca vio nacer, confirmando así que en este país suele ocurrir que el sacrificio de algunos que benefician a muchos casi siempre queda en la nada.
Pero volvamos al triunfo militar que fue fruto de su creatividad. Y es que el jefe español, Pío Tristán esperó al ejército revolucionario en el Portezuelo confiando en que la estrechez del ingreso a nuestra ciudad le permitiera resguardar mejor la misma. Enterado, Belgrano siguió los consejos de un salteño e ingresó al Valle por la Quebrada de Chachapoyas; a ello siguió el acampe en Finca de Castañares para un día después protagonizar la batalla que culminó con los realistas sitiados en las inmediaciones de la actual Plaza 9 de Julio.
Concluía el impulso revolucionario que después de perder terreno hasta Tucumán, recuperó esa provincia, la nuestra y Jujuy. Pero Belgrano no se libró de las quejas: le reprocharon su blandura por aceptar la demanda realista de una claudicación honrosa; que la retirada de los vencidos se acompañara con honores y que 2776 prisioneros recuperaran la libertad tras prometer no tomar nuevamente las armas. Todas medidas, según los detractores, que volvieron inútiles las ventajas que la victoria había otorgado. El prócer argumentó que sus decisiones eran de corte político. Confiaba – a diferencia de Mariano Moreno que ya había sido asesinado – en que los “liberados” difundieran las virtudes de la Revolución en el campo de batalla, pero también en el de los valores.
He allí la naturaleza de Belgrano. Era otra cosa. Alguien que obligado a recurrir a la guerra confiaba en la posibilidad de acumular razones que convencieran al enemigo de que las causas populares como la que encabezaba eran indetenibles. Puede que confiara, incluso, en que los soldados liberados engrosaran luego las tropas revolucionarias, lo cual no era descabellado en tanto la mayoría de esos soldados eran originarios del Alto y el Bajo Perú.
El razonamiento político estaba acompañado de otro filosófico. Belgrano las explicitó en una carta que dirigió a Feliciano Chiclana el 1° de marzo de 1813 donde afirmaba lo siguiente: “siempre se divierten los que están lejos de las balas y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los clamores de los infelices heridos”. Dejaba claro que la guerra en medio de la locura posee un lado bueno: el sufrimiento, el dolor, las privaciones y la muerte casi siempre impulsan a los que la protagonizan a tratar de terminarla.
Como suele ocurrir en estos casos, los de afuera lo entendieron mejor que los de adentro. El novelista paraguayo Augusto Roa Bastos escribió sobre Belgrano lo que tal vez sea el mejor homenaje al argentino: “Alma transparente la de este hombre ignorante de la maldad (…) hombre de paz condenado a ser distinto de lo que él era en la profundidad de su ser (…) Santo vivo con uniforme de general”.